La Iglesia de los Pobres fue víctima de genocidio, concluyen organizaciones en informe a la JEP

La Mesa Ecuménica por la Paz agradece el valioso aporte del Colectivo de Abogados «José Alvear Restrepo», la Corporación Claretiana Norman Pérez Bello y la Corporación Intereclesial de Justicia y Paz que aceptaron nuestra invitación a presentar el informe sobre el Genocidio a la Iglesia de los Pobres. Transcribimos el artículo que publicó el CAJAR con motivo de la entrega del informe a la Jurisdicción Especial para la Paz JEP

Este viernes 19 de marzo de 2021, la Mesa Ecuménica por la Paz, el Colectivo de Abogados “José Alvear Restrepo”, la Corporación Claretiana Norman Pérez Bello y la Corporación Intereclesial de Justicia y Paz presentaron ante la Jurisdicción Especial para la Paz –JEP- un informe titulado: El Genocidio contra la Iglesia de los Pobres en Colombia.

El informe documenta la violencia vivida desde la década de los setenta hasta el 2013, por este movimiento social al interior de la iglesia marcado por hitos como el Concilio Vaticano Segundo (1962-1965), la Segunda Conferencia Episcopal Latinoamericana CELAM en 1968 en Medellín, la creación del grupo Golconda (1970) que asumió el legado del Amor Eficaz, ideario desarrollado por el sacerdote Camilo Torres Restrepo.

La Iglesia de los Pobres se orientó por el movimiento latinoamericano de la Teología de la Liberación que no solo hizo una opción por los pobres, sino que buscó liberar de la opresión socioeconómica y política a los pueblos. La realidad deshumanizante, de injusticia y violencia estructural, generadora de pobreza y de muerte retó a los y las creyentes en el Dios de la vida e impulsó el desarrollo de este movimiento socioeclesial denominado Iglesia de los Pobres o Iglesia Popular.

Para el desarrollo de los 39 casos –con más de medio centenar de víctimas mortales- se acogieron principalmente dos criterios: la representatividad de los integrantes de la Iglesia de los Pobres que vivieron estas prácticas genocidas y la ubicación geográfica de los mismos.

Es así como se documentan los casos de los obispos asesinados Gerardo Valencia Cano y Raúl Zambrano Camader, dos prominentes religiosos que, a pesar de su privilegiada posición en la estructura eclesial, desarrollaron una praxis y devoción con preferencia por grupos poblacionales históricamente marginados. Valencia Cano, en Buenaventura, sigue siendo recordando por su entrega al bienestar de afros e indígenas; mientras que Zambrano Camader en vida luchó con fiereza por dignificar la vida y los derechos del campesinado a lo largo y ancho del país sobre todo cuando perteneció a la junta directiva del INCORA y promovió el acceso progresivo a la tierra de campesinas y campesinos. Ambos morirían en “accidentes” aéreos en el año de 1972, en circunstancias aún hoy no esclarecidas como se documenta en el informe.

El segundo de los criterios adoptados para el abordaje de los casos fue regional y a partir de allí se recogen en el informe casos en Caquetá, Nariño, Chocó, Bogotá, Valle del Cauca, Huila, Putumayo, Antioquia, la Costa Norte e incluso por su representatividad se ilustra el caso del Padre Héctor Gallego ocurrido en Panamá y Colombia.

El primer capítulo ofrece un contexto social y político que aborda diferentes acontecimientos históricos nacionales e internacionales que a la larga resultaron azuzando el panorama para el exterminio de este grupo religioso. Entre ellos, se hace especial énfasis en cómo el anticomunismo y el paralelo surgimiento del paramilitarismo amparado por el Estado y patrocinado por los Estados Unidos resultó un catalizador para la violencia contra la Iglesia Popular. Por otro lado, se hace un contexto de los eventos religiosos significativos que inspiraron la aparición de la Iglesia de los Pobres en Colombia.

El segundo capítulo ofrece evidencias fácticas de la existencia histórica del movimiento -factor decisivo a la hora de demostrar el crimen de genocidio-  e identifica el origen del mismo, las diferentes manifestaciones organizativas que lo fueron representando, su desarrollo histórico a través de la enunciación de sus principales hitos, la conflictividad y victimización de la que fue objeto y finalmente el estado actual en el que se encuentra el movimiento.

El capítulo tercero expone el marco histórico, teórico y jurídico del Genocidio con el propósito de irse acercando a la exposición de los casos en concreto. Posteriormente, en tanto los principales perpetradores del Genocidio fueron el Ejército y el paramilitarismo en estrecho vínculo, analiza aspectos sobre el funcionamiento de ambos. Luego, el capítulo continúa con la presentación en detalle de los 39 casos que se documentaron.

Al desentrañar las estructuras criminales responsables de las prácticas genocidas se pretende ofrecer una mirada en conjunto al fenómeno de victimización padecido por la Iglesia de los Pobres. Es decir, se propone una mirada holística del fenómeno por oposición a la visión singularizada de los casos que se ha hecho en Colombia y que impide considerar a estas grandes y sistemáticas matanzas y no como hechos aislados. Para tal propósito, se hace la reflexión de que la arquitectura institucional y, en particular, la Fiscalía General de la Nación, no ha dispuesto de unidades especializadas para la investigación de estos eventos de macrocriminalidad por lo que el Genocidio resulta hasta hoy en letra muerta para el ordenamiento jurídico colombiano.

Como principales victimarios, en el Informe se relacionan según la jurisdicción: división, brigada o batallón del Ejército cuyos integrantes participaron por acción, aquiescencia u omisión en los diferentes crímenes. Por ejemplo, se tiene que en los casos de Bogotá hay responsabilidad de la V división, XVIII brigada; en los casos del Chocó, las brigadas XVII y IV; en los casos de Nariño y Caquetá las brigadas XXIII y III. A su turno, también dependiendo de la región, se señala la presencia del grupo paramilitar responsable de los crímenes como las autodefensas de Ramón Isaza para el caso de los hermanos Buitrago en Puerto Triunfo (Antioquia) o las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá –ACCU- para el caso de Iñigo Eguiluz Tellería, Jorge Luis Mazo Palacio, Rafael Gómez Díaz y otros, en el río Atrato.

No obstante, si bien los paramilitares y el Ejército fueron quienes cuantitativamente más participaron en estas prácticas genocidas, éstos no son los únicos responsables. En algunos casos también queda explícita la participación de la Policía, el DAS y grandes terratenientes. Un caso ilustrativo en el nordeste de Antioquia es de los terratenientes de los hermanos Sierra, Gallón, Villegas Uribe, Julio Vélez que habrían actuado de manera conjunta con diferentes unidades de Policía alimentando las infundadas estigmatizaciones sobre el pueblo campesino como pertenecientes, colaboradores o simpatizantes de la guerrilla.

Mención aparte merece el papel que jugaron ciertos jerarcas de la Iglesia católica al estigmatizar y alentar la persecución a algunas de las víctimas directas del Informe. Fue lo ocurrido con el Obispo Valencia Cano quien al interior de la Iglesia y parte de la prensa era denominado como el “Obispo Rojo”.

Otros casos de persecución y estigmatización fueron los orquestados por el arzobispo de Bogotá en 1969 Mons. Aníbal Muñoz Duque o el Arzobispo Alfonso López Trujillo quien recibía órdenes de los terratenientes para que expulsara a religiosos de determinadas zonas a efectos de desestructurar los procesos organizativos, comunitarios y emancipatorios que esos religiosos lideraban, como fue el caso del Padre Jaime León Restrepo en Antioquia.

Además de estas implicaciones directas de jerarcas de la Iglesia Católica en la persecución y estigmatización de los miembros de la Iglesia de los Pobres, en todos los casos, se extraña que antes y después de acaecidas las muertes violentas la Iglesia no participó en los procesos judiciales o de memoria para el juzgamiento y esclarecimiento de los hechos.

Otra gran conclusión del informe es el desolador y aberrante panorama de impunidad que hay en los casos. Salvo en un par de casos, no hay absolutamente ni un rezago de justicia, al punto que inclusive por algunos de estos hechos ni siquiera se iniciaron procesos penales.

El informe también incluye un primer balance general de los efectos y daños sufridos por el movimiento tanto a nivel de las regiones como a nivel nacional y, a partir de allí, se presentan algunas propuestas de reparación y de no repetición que se espera puedan ser consideradas por el Estado colombiano, más concretamente por la JEP, la comunidad internacional e inclusive la Iglesia Católica.

El balance que queda es que la Iglesia de los Pobres producto de las prácticas genocidas empleadas en el periodo comprendido contra ésta ha quedado reducida a la mínima expresión. No obstante, con gallardía, aún perviven algunas manifestaciones organizadas que se aglutinan en la Mesa Ecuménica por la Paz y otras expresiones organizativas, y que resisten con el firme propósito de aportar a Colombia desde su identidad cristiana por alcanzar una paz con justicia social para todos y todas.   

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